"Marcos
lanzó una última mirada a la habitación. Las lágrimas que caían de sus ojos
eran una mezcla de nostalgia y tristeza, aunque existía en ellas una gran parte
de impotencia. Dejaba atrás una parte importante de su vida, aunque tardaría
muchos años en descubrir hasta que punto le había marcado.
Ya
no quedaba nada de la habitación alegre y cálida en la que había pasado la
tarde anterior, tal y como había hecho todos los crepúsculos de los últimos dos
meses.
Sobre
la cama ya no reposaba Andrea; no quedaba siquiera el más mínimo indicio de su
risueño rostro, no se escuchaba la harmoniosa melodía de sus palabras; danzando
delicadamente sobre el pálido silencio, habitual de los hospitales. No quedaba,
tampoco, el brillo esperanzador de su mirada cada vez que veía a Marcos cruzar
el umbral de la puerta de la habitación.
Todo
eso había desaparecido, como desaparecen los blancos copos de nieve de las
primeras nevadas invernales bajo el inexorable sol del mediodía. Andrea, se
había ido.
Marcos
lo sabía. Sabía que tarde o temprano se iría. Sabía que se aferraría a la vida
todo el tiempo que pudiera, hasta que llegara el día que fuera incapaz de
seguir peleando. Entonces, todo habría acabado; y tal y como hiciera su
sonrisa, su mirada esperanzadora y su cálida voz, su habitación se apagaría
lentamente, y se sumiría en la más absoluta oscuridad.
Había
conocido a Andrea hacía dos meses, una tarde de invierno, lluviosa, en una
visita al hospital. El primer contacto entre ambos fue frío, escueto y muy
distante.
Ella,
que sufría una rara enfermedad que iba apagándola progresivamente, llevaba
ingresada año y medio. Él, que iba a visitar a un pariente lejano, acabó por
error en su habitación.
Nada
más entrar, le llamaron la atención sus profundos ojos verdes. Apagados,
miraban un punto indefinido de la monótona pared blanca de la habitación. Su
pelo, castaño claro, se posaba levemente sobre sus hombros; y sus pecas
dibujaban un extraño mapa sobre su tez pálida, que desde el primer momento le
atrapó.
Le
dirigió un saludo tímido, tratando de iniciar una conversación. Ella le
respondió seca, tajante, acostumbrada a recibir únicamente la visita de sus
familiares y médicos.
Marcos
repitió su visita al día siguiente, y al siguiente del siguiente, y al
siguiente del siguiente del siguiente. Aquella chica tenía algo que había
conseguido llamar su atención, y deseaba conocerla, pasar tiempo con ella y
tratar de hacerle su estancia allí lo más amena posible.
Cada
tarde, cuando llegaba a su habitación, se posaba frente a su puerta, temeroso
de entrar y que ya no estuviera, que le hubieran dado el alta o la hubieran
trasladado a otro hospital.
No
fue hasta la quinta tarde, y después de muchos intentos de entablar una
conversación, que ella no le dijo su nombre y el porqué de su estancia allí. A
partir de entonces, entre ellos se forjó una relación especial y lentamente
Marcos acabó ganándose su confianza.
Con
sus visitas Marcos había conseguido que Andrea volviera a sonreír; siendo el
único capaz de devolverle el brillo a la mirada, de descongelar el corazón que
aquella enfermedad había congelado.
Aquella
mañana, cuando entró en la habitación y vio la cama vacía lo entendió todo.
Rompió a llorar encima de la misma, y entonces encontró un sobre con su nombre
encima de la almohada. En él, había una foto suya con Andrea, tomada un par de
semanas antes por su cumpleaños. Detrás de la misma, de su puño y letra se
podía leer:
“Marcos, gracias por todo. Sin ti
no hubiera sido capaz de aguantar, no hubiera vuelto a sonreír, a disfrutar de
la vida.
Ríe, llora, grita… pero sobre todo
disfruta, vive, sé feliz por ti y por mí, por los dos.
Muchas gracias por todo.”
Marcos
guardó la foto, secó sus lágrimas y miró por última vez aquella habitación,
recordando la sonrisa de Andrea la tarde anterior. "
Espero que os haya gustado,
soy yo, soy yo, punto... y seguido.
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